miércoles, 3 de enero de 2018

La tarea catalana

Hoy escribo en El Correo y en El Diario Vasco sobre lo que a mi juicio es "La tarea catalana", la tarea que toca hacer tras las elecciones del 21 D.








Se extiende la sensación de que nadie ha ganado las elecciones catalanas. No han ganado los independentistas, que no han logrado una mayoría social clara que legitime acciones unilaterales o de ruptura. No han ganado los no independentistas, con una fuerza parlamentaria insuficiente para asumir cualquier liderazgo o responsabilidad de gobierno. Puigdemont y Arrimadas han obtenido resultados favorables pero pírricos a los efectos de hacer avanzar sus respectivas agendas.
Así que esta situación tal vez no resuelva nada... salvo lo principal: que obliga a repensar la forma de hacer política y de construir un país.


Y es que en política acostumbramos a analizar los resultados un poco como si las elecciones fueran una competición deportiva. Supongo que algún científico podría hablarnos de las fuentes comunes de las que bebe la política y el deporte, allá en lo más profundo de la evolución humana, donde se mezclan emociones de identidad, conflicto y colaboración.


En deporte no importa si ganas por la mínima. España se llevó el Mundial de Sudáfrica lo mismo marcando en tiempo de descuento y por la mínima que si hubiera metido un 5-0 en el tiempo reglamentario. Gana la Liga el equipo que saca un punto más o el que, en caso de empate, tiene alguna ventaja arbitrariamente predefinida. A veces una moneda debe echarse al aire. El Tour se gana igual por segundos que por minutos. La foto finish es en ocasiones necesaria. Al final en un lado queda el cero y en el otro el uno, en un lado el blanco y en el otro el negro, en un lado la victoria total y en el otro la derrota irremediable.


Sin embargo, en otras facetas de la vida la cosa no funciona, afortunadamente, según ese sistema binario de todo o nada, según el cual quien gana por la mínima se lo lleva todo. Tratamos las elecciones en clave casi deportiva, pero la democracia es algo mucho más rico y más valioso (y más delicado) que una final de Copa. Y debería regirse por otras claves.


Creo que no es posible ni deseable empeñarnos en aclarar si independentistas o no independentistas han ganado o perdido el 21-D. Al menos por dos razones.


Primero, para hacer dos equipos (y que así la realidad nos parezca sencilla de comprender) hay que dividir a la sociedad en una sola clave, cuando nuestra identidad política, es decir, nacional, socioeconómica, cultural e ideológica, por no hablar de nuestros intereses, es múltiple y compleja. ¿Con qué equipo se supone que debo ir yo?, ¿con quien se emociona con unos determinados colores en un partido de fútbol de selecciones nacionales?, ¿y si yo me emociono, en distintos grados, con varios equipos o por el contrario no consigo hacerlo con ninguno?, ¿o debo identificarme más con quien tiene una sensibilidad similar ante los retos de la educación o la sanidad en mi país?, ¿o con quien percibe las dinámicas de la globalización de forma parecida?, ¿o con quien se acerca a los dilemas de la ciencia de forma compatible?, ¿o con quien tiene una sensibilidad lingüística o cultural similar?, ¿o con quien defiende unas políticas económicas que me convencen?, ¿o con quien interpreta los equilibrios entre libertad e igualdad (o entre legalidad y cambio) de forma cercana a la mía? ¿O tal vez con quien defiende sus posiciones de una forma que a mí se me hace más civilizada, respetuosa, educada, inteligente o rigurosa?, ¿o es una combinación compleja -y de imposible reducción a una sola clave- de todo ello? Reducir toda esa riqueza a una clave de identidad nacional clásica de suma cero es irreal y, seguramente, dañino.


Pero, segundo, aun cuando fuera posible trazar una única línea divisoria, confiar el futuro de un país a una victoria por la mínima de unos u otros tampoco parece muy positivo. No debería importar tanto qué grupo de entre dos (artificialmente construidos ambos) gana por 2 ó 4 escaños más o por 4 ó 5 puntos porcentuales, a la otra mitad del país, sino cómo se afrontan de forma conjunta y constructiva los problemas políticos del país en los próximos 10 ó 20 años. No soy ingenuo, entiendo que los resultados son importantes dado que nuestro sistema parlamentario obliga a hacer juegos de mayorías para gobernar. Pero lo que defiendo es que esta victoria o derrota no es suficiente para afrontar los problemas de fondo del país.


Tiene mucho interés saber quién será el presidente, pero mucho más importante será saber cómo ese Parlamento se las arregla para gestionar un país complejo, de identidades diversas, con soberanías superpuestas, con sentimientos y deseos enfrentados, con intereses diferentes, de una forma enriquecedora para el conjunto, con respeto a las minorías, cohesionando más que enfrentando, con la verdad más que con la mentira, creando riqueza y no destruyéndola, protegiendo los derechos y promoviendo las capacidades y las oportunidades de todos. Ése es el reto y para ello una victoria por la mínima de unos u otros no sirve. Lo único que servirá es una voluntad de entendimiento, diálogo y colaboración entre diferentes, sin imposiciones ni revanchismos.


Que quienes hayan ganado por ajustado número de escaños no tengan la mayoría del voto emitido tiene algo de belleza, de lección, de justicia poética. No es malo que las cuentas no le salgan a nadie. No queda más que mirarse a la cara y construir algo distinto entre todos, algo que no satisfaga plenamente a nadie pero que sea razonablemente decente para la inmensa mayoría de los catalanes. A partir del Día de Reyes no quedan sueños que pedir, sino tareas que realizar, no queda deporte ni guerra, queda la política más noble, que no es la que trae el paraíso a la tierra o la victoria final a la historia, sino la que construye el acuerdo imperfecto, provisional e insuficiente entre diferentes que queremos convivir, respetándonos, en un mismo territorio.

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